“Fue a buscar fruto, y no lo encontró”.

Éxodo 3, 1-8a. 13-15; Sal 102, 1-2. 3-4. 6-7. 8 y 11; Corintios 10, 1-6. 10-12; Lucas 13, 1-9

La lectura de Éxodo nos introduce en uno de los momentos más significativos de la historia del pueblo de Israel: la revelación de Dios a Moisés, para que éste comunicara al pueblo su decisión y su proyecto liberador. Es un episodio determinativo de ese pueblo, que ha definido siempre su vida en razón de su fe en el Dios, Yahvé, que lo sacó de la esclavitud de Egipto y le dio una tierra para que pudiera vivir en libertad.

Este capítulo, pues, prepara la gran narración de la liberación de Egipto, que es el momento culminante de las relaciones de Dios, Yahvé, con Moisés y con su pueblo. El Dios, Yahvé, no se revela para dar a conocer un nombre extraño e impenetrable, sino porque ha escuchado el clamor de un pueblo en esclavitud y quiere comprometerse con los pueblos que viven esa opresión. No es un Dios egoísta de su nombre o de su esencia, al menos aquí. Es un Dios que se da: es el que hace existir, el que crea, el que desvela el misterio… pero eso no significa que ese Dios pueda ser manipulado por el hombre a su antojo.

Es un Dios que se compromete en la historia, con los hombres y con los pueblos de la historia. Esta es la fuerza de la lectura de este domingo de Cuaresma.

Pablo, que había comenzado una polémica sobre la carne sacrificada a los ídolos (1Cor 8,1), comienza aquí (1Cor 10,1) un nuevo período de reflexión para llevar a sus últimas consecuencias cómo tienen que comportarse frente a la idolatría.

El evangelio de Lucas viene hoy a hacer una llamada a la fidelidad de ese Dios salvador de la historia, que se ha jugado todo su prestigio y toda su divinidad con el pueblo. Se narran dos episodios de acontecimientos que ocurrieron, muy probablemente en tiempos de Jesús. ¿Qué pueden significar estos episodios narrados por Lucas? ¿Tiene que ver algo Dios en estos?

Pues sencillamente para poner de manifiesto que Dios no es venal como Poncio Pilato y no tiene nada que ver con el accidente de la torre de Siloé del muro que rodeaba la ciudad de Jerusalén.

Todo el conjunto del evangelio de hoy va en esa dirección de una llamada a la conversión y a contar con Dios en nuestra vida. Jesús no ve en los samaritanos sacrificados, ni en los obreros de la torre maldad alguna para ser castigados por ello. No es el anuncio del Dios juez el que aquí aparece. Jesús habla de los “signos” de terror de la vida.

El tercer momento de la lectura evangélica se centra en una especie de parábola sobre la higuera plantada en una viña que, al cabo de tres años, no da fruto y se la quiere arrancar. Es curioso y original que Lucas se haya decidido por unirla a esos episodios anteriores. ¿Por qué? Para dar a entender que nuestra vida es como un tiempo que Dios permite (el dueño de la higuera) hasta el momento final de nuestra vida.

Ante esto es necesario notar que sin darnos cuenta hemos cambiado los valores que sustentan nuestra vida, lo que nos hace humanos y crea fraternidad por intereses pequeños que nos hacen sentir bien e ir tirando, pero que desarrollan el individualismo y el tener más. No es lo mismo ser felices que estar cómodos; lo valioso no tiene por qué ser lo útil, ni lo bueno es lo que me gusta. Todo lo contrario, hemos entrado en una insatisfacción profunda: somos espectadores pasivos de la creación cuando debiéramos ser protagonistas con el amor y la generosidad que recrean.

Tenemos un Dios que ve, oye, se fija, baja, …. Más humano y sensible, imposible. Cuantos “faraones”, como al pueblo de Israel nos oprimen y, no con trabajos forzados, que terminan por ser los menos importantes, sino quitándonos la libertad para poder dar culto al Dios que nos ha creado.

En fin, ¿para qué una vida estéril? Seguro que con los cuidados, el amor, la solidaridad del Viñador da frutos. Nuestro Dios no es ni indiferente ni se queda pasivo ante nuestros males, no es la forma de actuar de Jesús, al que le duele nuestro dolor y se solidariza con nosotros. Esto le preocupa más que nuestros pecados. Las apariencias y el espectáculo no tienen nada qué ver con el reino de Dios y su justicia. En este domingo de cuaresma, Jesús quiere nuestra reacción.

La pasión de nuestro Dios es hacer la vida del hombre más humana, con más sentido. Las parábolas de Jesús intentan desbloquear las vidas atrapadas por el vacio, el sin sentido y la esterilidad. Nos ofrecen caminos de felicidad, bien distintos a los transitados por los que se consideran “normales”. No es un Dios justiciero ni duro que castiga y manda el mal y sufrimientos a los hombres.

No son las apariencias y la superioridad (caso de la higuera que lleva años frondosa) lo decisivo ante Dios, sino la vida fecunda (la práctica de la vida).

¡Bendecido domingo!