Génesis 15, 5-12. 17-18; Sal 26, 1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14; Filipenses 3, 17 – 4, 1; Lucas 9, 28b-36

«Este es mi hijo, el elegido, escuchadle…».

La historia del cristianismo es la muestra más patente de lo difícil que es asumir y aceptar que “sólo Jesús basta”. Hay gente que le da más importancia en su vida a la Ley, al lugar santo (templo), al culto religioso, a las imágenes, a los sacerdotes, a tal o cual representación… Pero no acabamos de aceptar que lo determinante es que sea Jesús, y su evangelio, la luz y el motor de nuestra vida. Este domingo los permite pasearnos por esta realidad.

Es decir, las lecturas de este segundo domingo de Cuaresma están enmarcadas en unos simbolismos que son propios de unos tiempos lejanos, donde lo religioso, lo legendario, lo mítico y lo real se dan cita en la búsqueda constante por el sentido de la vida, por el futuro y por aquellos aspectos que nos trascienden, que van más allá de lo que cada día sentimos y vivimos.

En la primera lectura de hoy se nos presenta a Abrahán al que se le da a contar las estrellas del cielo para significar que todos los que se fíen de Dios serán su pueblo, su familia. Eso es lo que se quiere representar muy especialmente y ese es el sentido de la “alianza” que Dios hace con él. El drama del padre del pueblo lo resuelve Dios prometiéndole alianza, y en ella, un hijo, porque la alianza no puede perdurar sino de generación en generación.

La “intriga” del relato se resuelve en promesa; la angustia del padre creyente encuentra en Dios lo que la vida de cada día no le ofrece: un hijo, un futuro, un nombre de generación en generación.

Por su parte, la segunda lectura tiene unas resonancias bien características: Pablo invita a la comunidad a que sea imitadora de sus sentimientos, y no seguidora de sus adversarios, que son enemigos de la cruz de Cristo. Porque es la cruz de Cristo, a pesar de su aparente fracaso, lo único que nos garantiza una vida verdadera, una vida que va más allá de la muerte, y que nos hará ciudadanos del cielo. El Dios de la cruz es el único que puede transformar nuestra historia, nuestros anhelos, nuestros fracasos, nuestra debilidad en un grito de libertad y de vida más allá de esta historia, porque es el único Dios que se ha comprometido con la humanidad.

¿A dónde nos lleva el evangelio de hoy? Si seguimos el texto en sus inicios: subió al monte a orar. Porque solo desde la oración, entiende Lucas, es posible vislumbrar lo que sucede en el alma de Jesús: la Transfiguración.

Todo ha sucedido, según san Lucas, “mientras oraba”. Esto es especialmente significativo. Estas cosas intensas, espirituales, transformadoras, no pueden ocurrir más que en la otra dimensión humana. Es la dimensión en la que se revela que el Hijo de Dios está allí, prefigurando su «éxodo».

Su “éxodo” no puede ser como le hubiera gustado a Pedro, a sus discípulos, que pretenden quedarse allí instalados. Queda mucho por hacer, y dejar huérfanos a los hombres que no han subido a las alturas espirituales y misteriosas de la Transfiguración, sería como abandonar su camino de profeta del Reino de Dios. Probablemente Jesús vivió e hizo vivir a los suyos experiencias profundas; la de la transfiguración que se describe aquí puede ser una de ellas, pero siempre estuvo muy cerca de las realidades más cotidianas. No obstante, ello le valió para ir vislumbrando, como profeta, que tenía que llegar hasta dar la vida por el Reino.

¿Se han fijado en las palabras del Evangelio que dicen Pedro, Santiago y Juan? Seguro que las hemos dicho nosotros más de una vez: «qué bien estamos aquí…»

¿Pero lo decimos después de una celebración que nos acerca a Jesús… a nuestro Señor?

El caso es que cuando nos invitan a “algo religioso”, una excusa que con frecuencia está en la boca de todos es la de «Cuánto me gustaría, pero no puedo…lo siento, pero estoy muy ocupado últimamente…». Ni siquiera Dios se libra de escucharla como respuesta a sus llamadas. Vivimos con prisas, sin tiempo, aprisionados por los lazos de las ocupaciones sin cuento.

Pues Dios viene hoy a apretarnos en ese punto “que nos duele”. Y nos pide un cierto replanteamiento de vida… o mejor… a dar un paso en nuestra Cuaresma y nos lo pide ante Jesús…

Todos los cristianos estamos llamados a vivir esa entrega de Jesús. San Pablo nos lo ha recordado en la 2ª lectura: “debemos vivir como ciudadanos del cielo donde aguardamos un Salvador, Jesucristo, que transformará nuestra condición humilde según su condición gloriosa” y ello supone la renuncia, la muerte de actitudes negativas… en definitiva, de pecado que hay en nosotros.

¿Y mientras… qué hacer? Pues hay que bajar de tantas situaciones gozosas y gustosas, a la realidad de la vida… que es lo que Jesús pide a sus amigos… del “qué bien estamos aquí…” a “escuchar las palabras de Jesús mientras oramos”. Y no lo olvidemos… Jesús, cuenta con nosotros, tenemos tiempo, busquemos tiempo…

Y debe comenzar por cada uno de nosotros ese “bajar del Tabor”, que es como “bajar de la higuera de Zaqueo”,hay que pasar por la muerte para llegar a la resurrección. Y es lo viviremos en estos días de Cuaresma, Semana Santa y Pascua. Porque al final todo “lo de esa visión desaparece”. Y queda “Jesús solo”. N ok olvidemos lo dicho más arriba, la historia del cristianismo es la demostración más patente de lo difícil que es asumir y aceptar que “sólo Jesús basta”.

Hay gente que le da más importancia en su vida a la ley, al lugar santo (el templo), al culto religioso, a las imágenes, a personas religiosas, a tal o cual representación de Dios… Pero no acabamos de aceptar que lo determinante es que sea Jesús, la luz y el motor de nuestra vida. Con parecidas palabras decía Santa Teresa de Jesús: “Solo Dios basta”.

Bendecido segundo de Cuaresma.