“LEJOS DE MI NADA PODÉIS HACER”

HECHOS 9, 26-31; SALMO 21; 1 JUAN 3, 18-24; JUAN 15, 1-8

Han pasado varias semanas desde que celebramos con gozo la Resurrección del Señor el día solemne de la Pascua; y el quehacer de todos los días, la vida cotidiana con sus problemas y sus dificultades va haciendo que esa alegría que experimentábamos por sentir tan viva la presencia del Señor, vaya quedando como una cosa del pasado.

La Liturgia de la Palabra de este domingo, quiere justamente enseñarnos que la vida cristiana implica un esfuerzo constante, una lucha cotidiana por encontrarse con el Señor, por renovar la experiencia de su presencia viva y resucitada en nosotros.

En el evangelio que acabamos de escuchar, el Señor nos presenta la alegoría de la vid; una bellísima imagen que el Señor usa para mostrarnos la realidad de íntima comunión y unidad que debe existir entre Él y nosotros: como los sarmientos permanecen unidos a la vid, así el cristiano debe permanecer siempre unido al Señor, pues sin Él nada podemos hacer.

Así como las ramas de la vid, si se separan del tronco se secan y se mueren porque les falta la savia, el alimento para crecer; así los cristianos no podemos concebir nuestra vida lejos del Señor.

Es por esto muy significativo el hecho de que en el Evangelio que acabamos de leer, hay una palabra que se repite seis veces: permanecer; se trata de un verbo que nos indica la necesidad de una acción constante, que nos lleve a estar unidos siempre a Jesús.

Todos nosotros, por el Bautismo, fuimos injertados en el tronco, en la vid; y desde entonces nos hemos podido alimentar de la vida de la gracia que viene a nosotros especialmente en los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación; hemos podido beber de la fuente inagotable de la palabra de Dios; nos hemos nutrido del amor de los hermanos que nos ayuda a experimentar mejor la presencia del Resucitado.

Pero este esfuerzo no puede nunca ser una cosa del pasado, al contrario, debe ser esa la tarea de todos los días.

Cuántas veces en nuestra vida experimentamos cómo si Dios estuviera lejos de nosotros, cómo si nos dejara abandonados a nuestra suerte. En esos momentos es cuando más lo tendríamos que buscar, cuando más tendríamos que abrir el corazón para dejarnos encontrar por Él que viene a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento para regalarnos su amor y su misericordia.

Pero unido a esta necesidad de permanecer, hay una llamada del Señor en el Evangelio: dar fruto.

Quien permanece unido a la vid, quien se nutre del don de su gracia, no pude permitir que esa gracia quede inactiva; al contrario, todos los días debe hacer que ella produzca frutos.

El apóstol San juan, en la segunda lectura que escuchábamos nos decía precisamente que permanecer en el amor de Dios consiste en guardar sus mandamientos, es decir, en permitir que el Señor toque de tal manera nuestro corazón y nuestra vida que en nuestras obras y en nuestras actitudes se manifieste que hemos sido alcanzados por el resucitado.

Fijémonos cómo también en la primera lectura, los discípulos están temerosos de acoger a Pablo, pues antes era un gran perseguidor de la Iglesia; pero cuando Pablo se dejó alcanzar por el Señor resucitado comenzó a vivir de tal manera que sus obras fueron testimonio de su fe y por eso muchos pudieron creer en Jesús por su testimonio.

El mundo de hoy necesita que los cristianos, unidos siempre al Señor, permaneciendo en su amor, demos frutos de verdad, de amor, de caridad, de justicia, de alegría. Esa es la verdadera revolución que puede vencer al mundo, esa es en palabras del apóstol San Juan la victoria que vence al mundo: nuestra fe.

Es por eso que nosotros no podemos permitir que el cansancio y las dificultades de la vida nos vayan haciendo perder el entusiasmo de seguir al Señor y vayan enfriando nuestra vida cristiana. Todos los días tenemos que luchar, todos los días tenemos que hacer experiencia del resucitado en nosotros, todos los días debemos trabajar para que nuestras obras y nuestras vidas sean testimonio de nuestra unidad con el Señor.

Él nos ha dicho: sin mí nada podéis hacer, pidamos al Señor que no permita que nada nos separe de su amor y de su gracia, que nada ni nadie sea un obstáculo para que podamos encontrarlo y alimentarnos de Él; de esa manera podremos dar frutos que le permitan al mundo ver en nuestras obras y en nuestras vidas el testimonio de haber sido alcanzados por el Señor resucitado.