Celebramos unidos a toda la Iglesia la fiesta del Bautismo del Señor; es una fiesta muy significativa, porque con ella cerramos todo el ciclo de las fiestas de la Navidad con las que contemplamos el nacimiento del salvador, y comenzamos ahora la contemplación del ministerio público de Jesús, que se inicia justamente con su bautismo en el Jordán.

El Bautismo de Jesús es una señal del profundo amor de Dios que ha venido para salvarnos de nuestros pecados. No podemos olvidar que Juan realizaba un Bautismo de conversión con el que se pedía el perdón de los pecados; y sin embargo Jesús, que no tenía pecado, va hasta las aguas del Jordán para mostrar con ese gesto su unión total con nuestra humanidad, el misterio de su abajamiento por amor.

Él que siendo Dios se ha hecho hombre para elevarnos y llevarnos de nuevo a compartir la vida de Dios, ha querido bajar hasta las aguas del Jordán para mostrar con ello su unión total con el hombre, compadeciéndose de nuestros pecados para perdonarnos y llevarnos a Dios.

Por eso es muy llamativo que el texto del Evangelio que hemos escuchado nos recuerde la voz del Padre que confirma la misión del Hijo en el momento mismo del Bautismo: “Este es mi hijo, el amado, escúchenlo”; se trata de una invitación de Dios que nos hace mirar al Hijo para reconocer en Él a aquel que se ha hecho hombre por nuestra salvación, y que por eso recibe también la unción del Espíritu que desciende sobre Él en forma de paloma.

Se cumple entonces aquel oráculo de Isaías que leíamos en la primera lectura: Jesús es ungido con la fuerza del Espíritu para ser luz de las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar a los cautivos de la prisión… es decir, para liberar al pueblo de la esclavitud y de la oscuridad del pecado.

El libro de los hechos de los apóstoles que hemos escuchado en la segunda lectura nos ha mostrado justamente que Jesús, ungido por la fuerza del Espíritu Santo el día de su Bautismo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.

Celebrar entonces esta fiesta es una invitación a contemplar la obra salvadora del Hijo de Dios que también nos alcanza a nosotros y que ha comenzado justamente también el día de nuestro Bautismo, cuando hemos recibido la fuerza del Espíritu Santo que nos ha hecho hijos de Dios por adopción y nos ha sumergido en el misterio Pascual de Cristo, para que muriendo con Él al hombre viejo y pecador, también podamos resucitar con Él a la vida nueva y definitiva, a la vida de Dios.

Por eso tiene que tener una resonancia muy profunda esta fiesta que hoy celebramos, pues es como la memoria de nuestro propio Bautismo, que es en definitiva la puerta de la fe, que nos introduce en la vida de la comunión con Dios y permite la entrada a su Iglesia.

Eso es lo que hace el Bautismo en nosotros: nos abre a la vida de Dios, haciéndonos sus hijos y coherederos con Cristo de la vida eterna, introduciéndonos en la comunidad de los hijos de Dios que es la Iglesia.

Y atravesar esa puerta de la fe, es decir, celebrar el Bautismo, supone emprender un camino que dura toda la vida; porque el Bautismo no es sólo un momento aislado de la vida, sino que es el inicio de un gran camino que es el camino de la fe, en el que debemos esforzarnos todos los días por configurarnos cada vez más con Jesús, para así hacernos agradables al Padre.

Qué grande el misterio del Bautismo, que grande este sacramento que nos abre a la vida de Dios y por la fuerza del Espíritu Santo nos va configurando y haciendo verdaderos hijos suyos al estilo de Cristo Jesús.

Hoy es un día pues para que todos juntos renovemos la gracia de nuestro Bautismo; para que le demos gracias a Dios por el don de la fe que nos regalaron un día nuestros padres y padrinos, y para que como nos dice San Pablo en la carta a los corintios sintamos que este don de la fe que hemos recibido nos está salvando; y para que juntos como Iglesia, como comunidad de fe hagamos nuestra la súplica que un día Pedro dirigió al Señor: “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”.