El profeta Isaías nos ha delineado hoy en la primera lectura que hemos escuchado la figura del Mesías que vendrá en nombre de Dios para salvar y liberar al pueblo de Israel; nos ha dicho: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento”.

Es una expresión bien significativa porque nos muestra sobre todo que la misión del enviado de Dios es la de devolver la esperanza a un pueblo que vive en medio de las luces y sombras de su historia de su historia, revelando así el misterio de la misericordia de Dios.

Unos seis siglos después de que el profeta escribiera estas palabras, otro escritor, el autor de la carta a los hebreos, comenzaba su gran sermón diciéndonos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo”.

Esta no es una expresión gratuita, se trata en sí misma de toda una profesión de fe, que nos muestra cómo aquello que Isaías, mirando a lo lejos profetizaba, se cumple perfectamente en la persona de Jesús que es la Palabra definitiva que Dios ha pronunciado en la historia, como revelación de su misterio de amor y de misericordia.

Jesús, el enviado de Dios, es esa Palabra de aliento que Dios Padre ha pronunciado en la plenitud de los tiempos, para irradiar con su luz a todos los hombres.

Esto no es difícil comprobarlo, basta con abrir cualquier página de los Evangelios para comprobar cómo en Jesús Dios está devolviendo la esperanza a los que viven entre aridez y sombras de muerte: Él acoge a los pecadores, se acerca a los leprosos, habla con cariño a las mujeres, acoge a los niños y los bendice, obra la misericordia con los enfermos, habla con alegría y pasión de Dios, expulsa el mal de la vida de los hombres, echando fuera al enemigo que quiere robar la alegría del corazón.

Y esto llega a tal punto que cómo lo hemos escuchado en el Evangelio de hoy, es capaz de ser misericordioso aún con aquellos que lo llevan a la muerte, y tiene una palabra de aliento aún para el malhechor crucificado con Él.

Se trata del gran misterio del amor de Dios que se manifestó cuando la Palabra se hizo carne, para revelarnos a todos la anchura y profundidad del amor de Dios, que queda patente en el costado abierto del crucificado y en su entrega amorosa por todos en la cruz.

Este mismo misterio de amor es el que San Pablo nos ha presentado tan bellamente resumido en la segunda lectura que hemos escuchado, que es todo un canto a la humillación del hijo de Dios, que haciéndose hombre y pasando por uno de tantos, hizo brillar con fuerza sobre todos el esplendor del amor que se dona hasta la muerte y una muerte de cruz.

Jesús mismo es pues esa palabra de aliento que Dios pronuncia en la historia; y en Él Dios se hace solidario con nuestro sufrimiento, y en Él Dios se compadece de nuestra fragilidad y en Él Dios muestra su misericordia con nuestro pecado; no en vano la misma carta a los hebreos nos dice que “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”, y por eso nos invita a que “nos acerquemos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia y ayuda oportuna”.

Hermanos, estamos iniciando la Semana Mayor, y desde ahora la Iglesia nos invita a contemplar el rostro del crucificado, para descubrir en Él el rostro misericordioso de Dios que en Jesús quiso darnos una palabra de aliento y de alegría.

Qué bueno que la celebración de estos días santos nos ayude a nosotros a abrir sinceramente los oídos del corazón para escuchar esa Palabra de amor que Dios quiere regalarnos y de esa manera dejemos que su presencia transforme también nuestras vidas.

Que Dios nos cambie el corazón y nos regale oídos nuevos, para ser como la tierra fértil que acoja la semilla de la Palabra de Dios en su vida y en su corazón y de esa manera podamos dejar que ella de fruto en nosotros; del treinta, del sesenta y del ciento por uno.

Nos ayude en este camino la intercesión de la Madre de Dios, ella que llevó en su seno la Palabra eterna del Padre y que fue llamada dichosa por escuchar la Palabra de Dios y hacerla realidad en su vida; que siguiendo su ejemplo seamos estos días verdaderos discípulos, para que al escuchar su voz no endurezcamos el corazón. Amén.