El reinado de David fue para Israel el comienzo del mayor esplendor en toda su historia; fue el momento en que el pueblo se consolidó como un reino unificado y fuerte, y cuando pudo extenderse a lo largo y ancho de la tierra que les había dado el Señor.

Por eso, la figura de David quedará grabada para siempre en la memoria del Israel como el recuerdo de un gran rey; que aún a pesar de su pecado, supo acogerse siempre a la misericordia del Señor y andar de su mano y por eso el Señor lo consolidó en su trono y le concedió prosperidad en sus días.

El texto que leemos hoy en la primera lectura, justamente nos habla de esa relación especial de David con Dios. El rey que había conquistado la ciudad de Jerusalén y la había convertido en ciudad capital, quiere construir un templo para que el Señor pueda habitar, y así el arca de la alianza que es el testimonio del amor de Dios a su pueblo no viva más en una tienda de campaña.

Pero el Señor, por medio del profeta Natán le revela a David que no será Él quien pueda construir el templo donde habite la presencia de Dios; sin embargo, el Señor no desprecia el deseo de David, sino que por e contrario, recordándole que ha sido Él quien lo ha llevado de la mano para que pudiera realizar sus conquistas y pudiera establecer su reinado, le hace una promesa: “afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo”.

Se trata de la promesa más grande que Dios hace no sólo a David sino a todo el pueblo de Israel: de la descendencia de David saldrá uno que afirmará definitivamente el reinado; pero no ya cualquier tipo de reinado, sino que siendo Hijo de Dios, lo que hará será implantar definitivamente el reinado de Dios, su presencia entre los hombres.

Desde entonces, Israel fue alimentando la esperanza en esa promesa de Dios, anhelando la llegada del Mesías prometido, aquel que vendría enviado por Dios a revelar su salvación a todos los pueblos.

Pero la espera no fue siempre fácil: los difíciles momentos que vivió Israel a causa de sus pecados hicieron que después de la muerte del rey David, muchas veces la esperanza se fuera diluyendo: la dolorosa división del Reino, la caída de Samaría, la caída de Jerusalén y el destierro a Babilonia, la desaparición del reino en manos de potencias extranjeras que los tiranizaron y oprimieron.

Sin embargo, con todo y las dificultades el pueblo siempre supo aún en medio del dolor, levantar la cabeza para mirar al cielo, en espera de la redención que Dios había prometido.

Y Dios, que es fiel a sus promesas, no abandonó a su pueblo, sino que al llegar a la plenitud de los tiempos, cumplió su promesa y envió a su Hijo al mundo, para que anunciara la llegada del reinado de Dios y la propuesta de salvación que alcanza a todo el que abre su corazón a la acción de su misericordia y entra por el camino de la conversión.

Pero el modo que Dios escogió para revelar este misterio de su amor, no fue el camino del poder y del esplendor terreno como muchos esperaban: el Mesías enviado por Dios no llegó a este mundo vestido con lujosos ropajes ni viviendo en los palacios; al contrario, Dios se escogió una mujer humilde y sencilla de Nazareth, comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, descendiente de David, como nos la ha presentado el Evangelio de hoy.

Y allí, en medio de los pobres y humildes, Dios anuncia el inicio de la obra de la salvación, como hemos escuchado hoy en el mismo Evangelio: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”, así anunció el ángel a María el misterio que en ella comenzaba a realizarse.

Y así nació Jesús, como el más humilde de los hombres; allí, en medio de la humildad de un portal y recostado en una pesebrera, vino al mundo aquel que es “Hijo del altísimo”, aquel que es “Rey para siempre”.

Pero “vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”, aquellos que durante tantos años esperaron la llegada del Mesías fueron incapaces de abrir su corazón para acoger el lenguaje de Dios que se manifestaba en la sencillez y humildad del niño de Belén. Y por eso cerraron sus ojos y su corazón, y se privaron de ver el signo de la fuerza y el poder de Dios: “un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”.

Sin embargo, “a los que lo recibieron les dio el poder de llegar a ser Hijos de Dios”, es decir, a los que lo acogieron en su corazón y se abrieron a la acción de su amor, les permitió participar del Reinado de Dios, no un reino de poder y majestad humanamente hablando, sino el reino del amor, la sencillez y la solidaridad, el reino de los humildes en donde Dios es la única riqueza.

Hermanos, estamos a pocos días de celebrar la Navidad del Señor; vamos a hacer memoria de este acontecimiento de salvación que ocurrió en belén hace dos mil años; pero también muchos hoy siguen siendo sordos y ciegos ante la gloria de Dios que se manifiesta en la humildad del pesebre, y por eso siguen cerrando sus corazones, haciendo que quede en vano la gracia que Dios quiere derramar en ellos.

Que no nos pase a nosotros lo mismo; no dejemos que este acontecimiento de gracia que nos disponemos a celebrar pase de largo; al contrario, abramos el corazón con toda humildad como lo hizo María, y acogiendo a Jesús en nuestra vida, dejemos que se haga en nosotros según la Palabra del Señor; si así lo hacemos tendremos la dicha de vivir el reinado de Dios, de recibir su misericordia y su amor, y de ver las maravillas que hace en los que se acogen a Él.

Que María, la estrella que ilumina este tiempo del adviento nos ayude a disponer el corazón y el alma, como dice la novena que rezamos estos días, para que con recogimiento y ternura aguardemos al Mesías, y para que seamos menos indignos de verle y amarle y adorarle por toda la eternidad.

Por: Juan Ricardo González- Colombia