Recuerda la Iglesia en el primer día del año la memoria de Santa María, Madre de Dios; el título más grande a que jamás pudo aspirar cualquier ser humano, y que mereció recibir una mujer humilde y sencilla, que supo abrir su corazón a la acción de Dios y que por eso mereció llevar en su seno a aquel que ni el universo entero puede contener.

Este misterio de la fe está sintetizado de modo admirable en una escueta expresión de la segunda lectura que hemos escuchado: “A llegar la plenitud de los tiempos Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer”. 

Pero este no es un dato menor, no es un detalle sin sentido; el que el Hijo de Dios haya querido llegar al mundo naciendo de una mujer, nos muestra como en el plan de Dios la mujer ocupa un lugar central; en ella, en su seno, se realiza el milagro de la vida, con el que Dios sigue comunicando su bendición y su amor a todos los hombres.

Hoy cuando la mujer ha logrado conquistar tantos y tan variados espacios en la vida pública y en la vida política, no podemos olvidar también la dignidad que significa la presencia de la mujer en el hogar y el significado profundo de la maternidad que hoy algunos miran con recelo por considerarlo un rol obsoleto y anticuado.

La mujer es bendecida por Dios con muchos dones que pueden aportar grandes luces al desarrollo de la sociedad; ella con su carácter y dedicación puede desarrollar mejor que nadie tantos trabajos y puede emprender tantos proyectos como lo hace el hombre, a quien Dios no hizo superior a ella, sino su compañero de camino; pero la mujer no puede olvidar ni renunciar a esa cualidad que Dios confió solamente a ella que es la de ser madre, la de ser el sagrario inviolable de la vida humana.

Al celebrar hoy la maternidad de María, la Iglesia nos invita a reconocer el valor de nuestras madres, que son presencia de Dios para cada uno de nosotros; y nos invita a reconocer el valor de la maternidad como don de Dios confiado a la mujer para que con su ternura y sus cuidados de forma al milagro de la vida.

Pero mirando el papel de la maternidad, la Iglesia también nos lleva a contemplar el valor profundo que tiene la familia en el plan de salvación de Dios.

Fijémonos como el mismo Evangelio nos decía que el signo que encontraron los pastores al llegar al pesebre fue “María, José y el niño, recostado en el pesebre”.

El signo de la presencia de Dios es una familia construida el amor que lleva a superar todas las dificultades y limitaciones. La escena que contemplaron los pastores no fue la del lujo de los palacios, fue la de la sencillez del pesebre en donde una familia brillaba con la luz de la fe y del amor.

Hoy cuando estamos empezando este nuevo año, que es una nueva oportunidad que Dios nos regala para crecer en su amor y en su gracia, tenemos que revisar la forma cómo estamos viviendo en nuestras familias.

Si uno se pudiera a reflexionar seriamente por los diversos problemas que vivimos hoy en nuestros países, nos daríamos cuenta que la mayoría de ellos tienen su origen en familias desintegradas, divididas, llenas de odios y rencores; en familias donde los padres renunciaron a su derecho de educar a sus hijos, en familias ausentes de valores humanos y cristianos, donde los hijos no aprendieron a amar, a servir, a vivir en comunidad y al contrario sólo recibieron malos ejemplos de padres violentos, alcohólicos, que nunca se preocuparon por el futuro de sus hijos.

La liturgia de hoy nos invita a que volvamos nuestra mirada a nuestras familias, a que descubramos en ellas un signo de la presencia de Dios y a que trabajemos por fortalecerlas, por hacer de ellas santuarios de la fe, verdaderas iglesias domésticas que crezcan todos los días en el amor, la solidaridad, el afecto sincero, la honestidad, la sana alegría, el respeto de unos por otros.

Sólo una sociedad que se construya sobre familias sólidas podrá ser una sociedad que tenga futuro, que pueda tener hombres y mujeres de bien, constructores de una auténtica civilización del amor.

Comenzando este año nuevo, pidamos al Señor por nuestras familias, pidámosle que nos ayude a construir hogares al estilo del hogar santo de Nazareth, allí donde de la mano de María y de José pudo el niño Jesús crecer en Gracia y sabiduría.

Y al contemplar a la Santísima Virgen María, madre de Dios, pidámosle a ella que interceda por nosotros ante el Señor, para que acogiéndolo como ella en nuestro corazón podamos experimentar durante este año su gracia y su amor, y así podamos vivir un santo y feliz año nuevo 2021.