Sin duda alguna, una de las páginas más fascinantes de la Sagrada Escritura es el libro de Job: se trata de la historia de un hombre bueno que cae en desgracia y se ve aquejado por las enfermedades, que parecen robarle la alegría de vivir, sin que pueda hallar refugio ni respuesta a sus males.

Justamente el texto que hemos leído hoy en la primera lectura, revela todo el drama existencial que debe enfrentar Job, cuando viéndose cubierto de sufrimientos y angustias, comienza a perder el horizonte de la esperanza, por eso lo escuchábamos exclamar con dolor profundo: “me han tocado en suerte meses de infortunio y se me han asignado noches de dolor…, mis ojos no volverán a ver la dicha”.

Pero éste no es sólo el drama de Job, sino también el de muchos de nosotros, o mejor, el de todos nosotros, porque ¿quién en su vida no ha experimentado el dolor? ¿quién no ha tenido que pasar por sufrimientos y angustias? ¿quién no ha pasado por el difícil momento de la enfermad?

Es el drama de nuestra condición humana que hace que nos parezcamos tanto a Job, cuando día a día vamos experimentando dificultades, dolores, sufrimientos y angustias, que a veces llegan a hacerse insoportables y que nos van robando lo más grande que podemos tener: la esperanza, cambiándola por una fría resignación.

Pero la Palabra de Dios viene hoy a regalarnos una voz de consuelo; ya lo escuchábamos en el salmo responsorial: “El Señor sana los corazones destrozados y venda sus heridas”, como un llamado a que en medio de ese panorama de dificultades y sufrimientos, podamos levantar nuestra frente y mirar hacia el horizonte con ojos nuevos, sabiendo que Dios está con nosotros.

Es lo que quiere mostrarnos también esa bellísima página del Evangelio que acabamos de leer, y que nos quiere presentar la predicación de Jesús.

Hay un hecho bien significativo que nos presenta el Evangelista: Jesús lleva todo un día predicando, y lo ha hecho sin decir una sola palabra. Esto nos recuerda lo que nos presentaba hace ocho días la Liturgia de la Palabra: la autoridad de Jesús no viene de muchas palabras, sino de sus obras, que en la lógica del evangelista son la carta de presentación del Evangelio, son la predicación más sonora y elocuente.

Pero no se trata de un simple detalle: los muchos milagros y curaciones que nos narra el evangelista, tienen la intención de revelarnos que el Reinado de Dios no es un discurso, ni son palabras; es la acción de Dios que ha cumplido el tiempo y ha entrado en la historia para pronunciar en Jesús su palabra definitiva y reveladora del misterio de Dios: en Jesús Dios se muestra como el que se compadece del que sufre, como el que ofrece un yugo llevadero y una carga ligera; como el siervo sufriente que sufre con el que sufre y que sufre por los que sufren.

No en vano todo este camino concluirá en la cruz, donde de forma más elocuente Dios se revela como todo compasión con los que sufren.

Es esa la enseñanza que quiere darnos el Evangelio de hoy: Dios no quiere que los hombres sufran; en su proyecto creador no había espacio para el dolor y para el sufrimiento, pero cuando por el pecado la muerte entró al mundo, Dios no abandonó al hombre a su suerte, sino que se mostró siempre compasivo de los que sufren, y se unió a sus sufrimientos.

Recordemos sino aquel pasaje de la vocación de Moisés, cuando el Señor le dice: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, me he fijado en sus sufrimientos”.

Por eso hermanos, nosotros debemos aprender a descubrir aún en nuestros sufrimientos, en nuestros dolores y enfermedades la presencia de Dios; es más, debería ser en esos momentos cuando más y mejor podamos experimentar la cercanía de Dios en nuestra vida.

El Evangelio de hoy nos decía que Jesús “curó a muchos enfermos y expulsó a muchos demonios”. Se trata de toda una profesión de fe, que nos invita a descubrir en Dios toda la fuerza del amor y de la compasión, y que quiere ante todo reavivar nuestra esperanza, sabiendo que como dice San Pablo: los sufrimientos de la vida presente los considero nada frente a la gloria que ha de manifestarse.

Por eso, aun cuando en la vida experimentemos el dolor, aun cuando pasemos por la enfermedad, aun cuando todo parezca oscuro y difícil, sabemos que Dios no nos ha abandonado, y al contrario, debe ser en esos momentos donde descubramos que Él se hace nuestro compañero de camino, y así podemos unir nuestra cruz a la suya, para hacer que nuestro sufrimiento se transforme en redención.

En definitiva, la predicación de Jesús que es la predicación del Reinado de Dios, a punta a construir la Jerusalén del cielo en medio de nuestra tierra, haciendo realidad aquel sueño de Dios, en el que ya no habrá muerte, ni pena, ni llanto, ni dolor, y donde Dios enjugará las lágrimas de los ojos.

Con la predicación de Jesús que nos presenta este Domingo la liturgia de la Palabra, descubrimos que ese proyecto ya ha entrado en la historia, para hacer nuevas todas las cosas. Ahora nos toca a nosotros responder con actitud de fe y esperanza, como nos lo enseñaba dice San Pablo, sabiendo que: “ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las potestades, ni presente ni futuro, mi poderes ni hondura ni altura, ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.