La semana anterior en el Evangelio escuchábamos a Jesús que invitaba a sus discípulos a salir de Cafarnaúm para dirigirse a otros pueblos para anunciar también allí la novedad del Reinado de Dios. Pues bien, en este camino de anuncio de la Buena Noticia nos encontramos ahora con esta escena del Evangelio que acabamos de escuchar y que en la lógica del Evangelio de Marcos en la que Jesús predica, no con palabras sino con obras, constituye una nueva enseñanza para sus discípulos.

La escena del Evangelio es muy significativa: nos encontramos a un leproso que sale al encuentro de Jesús.

En la primera lectura que hemos escuchado, el libro del Levítico nos ha presentado toda la reglamentación legal que Israel tenía para alguien que sufría de lepra: se consideraba que su enfermedad era necesariamente un fruto del pecado, y por lo tanto era tomado como una persona impura, por lo que debía vivir fuera de la ciudad y alejado de la comunidad.

La lepra era en verdad toda una desgracia para quien la padecía, pues lo apartaba de su familia y de su comunidad, poniéndolo en un estado de aislamiento y soledad que empeoraba su situación de enfermedad.

Por eso es curiosa la actitud de este leproso, que según la ley de Israel no puede acercarse a las personas, sino al contrario, ir por las calles gritando: Impuro, Impuro¡, para que nadie se le acerque; y sin embargo, este hombre rompe con la ley y se acerca a Jesús y a sus discípulos que pasaban por aquel camino.

Pero todavía más curiosa y llamativa es la actitud de Jesús, que sabe que acercarse a un leproso equivale, según la ley, a contaminarse de su impureza, y sin embargo, no tiene problema en romper la ley y no sólo se le acerca, sino que además en un gesto de compasión lo toca y lo sana.

Se trata de una imagen bellísima con la que Jesús nos está hablando a todos nosotros, con la que Jesús está predicando para presentarnos el rostro del amor, la compasión y la misericordia infinitas de Dios. por eso, no duda en romper una ley que lo único que hacía era generar exclusión y rechazo, revelando con ello la paternidad de Dios que no hace acepción de personas, sino que ama a todos por igual, sea cual sea su condición o su situación concreta.

La ley separaba a los leprosos por considerarlos pecadores e impuros, por creer que su enfermedad era fruto del pecado; Jesús por su parte, al revelarnos la compasión de Dios por el enfermo, supera esta mentalidad de Israel, mostrándonos que la enfermedad no es de ninguna manera un castigo por el pecado, sino más bien un signo de la condición de fragilidad del hombre, de la que Dios se compadece.

Pero hay todavía más: al ver a Jesús que se acerca y toca al leproso, el Evangelio nos está sugiriendo que en la lógica divina, las diferencias y las exclusiones están superadas, pues todos estamos llamados a vivir la gran fraternidad propia de la familia de los hijos de Dios.

No hay mejor noticia que esta, éste es el centro mismo del Evangelio: la presentación de Dios como padre y de los hombres como hermanos, constituyen la esencia del Reinado de Dios, que en Jesús ya ha entrado en la historia de los hombres y en el que los cristianos debemos trabajar todos los días.

Es por eso que leyendo este Evangelio, nosotros tenemos que cuestionarnos fuertemente a la luz de la Palabra de Dios que nos interpela en el corazón. Y es que no podemos negar que en nuestra sociedad todavía vivimos y experimentamos la exclusión en diversas formas. Con gran facilidad rechazamos a uno porque no es de nuestra misma clase social, porque no comparte nuestros gustos, o simplemente porque nos parece incómodo. 

Las grandes divisiones que experimentamos y la facilidad con la que hacemos acepción de personas, constituyen todo un escándalo a la luz del Evangelio que nos revela que en el querer de Dios está el que todos los hombres podamos experimentarnos hermanos, compañeros de camino hacia la casa común del Cielo, en la que compartiremos juntos el gran banquete del Reinado de Dios.

La Iglesia está llamada a ser una casa y escuela de comunión; y es por eso que nosotros debemos esforzarnos todos los días por vivir esta fraternidad a la que nos llama el Evangelio, descubriendo en todos los hombres a nuestros hermanos, y poniendo toda la imaginación de la caridad para amarlos y ayudarlos en sus necesidades.

El mayor testimonio y predicación que podemos dar al mundo de hoy es justamente ese: el que todos los cristianos vivamos el mandamiento del amor que es la señal que nos identifica como discípulos de Jesús y que fue el signo que mayor asombro causó cuando los paganos veían a los primeros cristianos y decían: “Mirad cómo se aman”.

Viviendo así, haremos de la Iglesia germen del Reinado de Dios: árbol frondoso y de grandes ramas donde los pájaros anidan y los hombres encuentran sombra y cobijo.