“PERMANECED EN MI AMOR”

HECHOS 10,25-26.34-35.44-48; SALMO 97; 1 JUAN 4, 7-10; JUAN 15, 9-1

Vamos avanzando en el camino de nuestra Pascua; ya el próximo domingo vamos a estar celebrando la ascensión del Señor al cielo, y estaremos aguardando junto con toda la Iglesia el don del Espíritu que vendrá sobre nosotros en Pentecostés.

Pero antes de celebrar estos misterios, la Iglesia nos invita hoy a que volvamos nuestra mirada al resucitado, para descubrir cuál es la tarea, cuál es el mensaje que Él nos deja como síntesis de su vida.

En el Evangelio hemos leído un aparte del capítulo 15 de San Juan; este texto está en el marco del gran discurso de despedida que el Evangelista pone en labios de Jesús, después de lavar los pies de sus discípulos.

Se trata de las instrucciones finales que el maestro regala a los suyos para que comprendan bien lo que deben hacer después de que ocurran todos los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección.

Y todo ese discurso de Jesús, puede sintetizarse muy bien en una sola frase que hemos escuchado: permaneced en mi amor.

Otra vez, como hace 8 días, la liturgia vuelve a poner delante de nosotros esa palabra: permanecer; se trata de vivir siempre despiertos, siempre atentos, de estar siempre viviendo la experiencia del amor de Dios en nuestra vida.

Y es un amor que tiene un rostro concreto: Jesús. Recordemos esa expresión del Señor también en el Evangelio de San Juan, que sintetiza bien toda la historia del amor de Dios al hombre: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”.

Todos los acontecimientos de la vida de Jesús son una muestra del amor misericordioso de Dios que levanta al pecador, que alivia la enfermedad de los que sufren, que aleja los demonios que esclavizan y atormentan al hombre, y que sobre todo es capaz de dar la vida: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, escuchábamos en el Evangelio de hoy.

Por eso permanecer en el amor de Jesús será vivir siempre en una memoria agradecida por ese amor de Dios que se derrama en Él, y sobre todo aceptando siempre su amor que no termina, acogiéndolo en la vida y en el corazón, de manera que su amor nos transforme y más aún, nos salve.

Pero no se trata de una actitud pasiva; permanecer en el amor implica también un esfuerzo constante por vivir ese amor también en nuestras vidas.

Recordemos las palabras del Evangelio: “si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor… y este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como Yo os he amado”.

Fijémonos que no se trata de un amor cualquiera; el amor que Jesús nos pide es un amor a su estilo, a su manera, un amor que de la vida. Se trata de una exigencia radical de Jesús: nosotros sus discípulos, si es que queremos permanecer para siempre unidos a Él debemos transformarnos en instrumentos del amor de Dios, derramando la vida, entregándola como Él lo hizo.

El Señor nos ha elegido a nosotros para que vayamos por el mundo y demos fruto y nuestro fruto dure; y el fruto que nos pide el Señor es el fruto del amor, que es el único capaz de transformar el mundo, de salvar el mundo.

Hermanos, a la luz de esta palabras uno no puede sino sobrecogerse y volver sobre la propia vida para pensar que muchas veces nosotros, en lugar de permanecer en el amor de Dios lo que hemos hecho es dar la espalda a ese amor.

Basta mirar cómo en nuestra vida hay todavía tantos odios, rencores, envidias, malos deseos, orgullo; todos ellos son pecados contra el amor, son una negación radical de nuestra condición cristiana pues como dice San Juan en su primera carta: “quien dice que ama a Dios pero odia a su hermano es un mentiroso”.

Qué bueno que de cara a esta Palabra que el Señor nos regala en este día, y mirando nuestra vida nosotros abramos definitivamente el corazón a la gracia del amor que Dios nos regala y nos convirtamos también nosotros en misioneros de este amor para los hermanos, sabiendo que en eso está cifrada toda nuestra existencia cristiana; como lo dice el Señor en el Evangelio: “en esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros”.

En este día, en que celebramos a nuestras madres, podemos aprender también de ellas lo que significa el amor, un amor entregado, paciente, que sabe perdonar, que sabe dar sin esperar nada a cambio; un amor así debe ser el que caracterice toda nuestra vida, porque sólo de esa manera podremos permanecer unidos al Señor.

Cristo resucitado nos ha amado y nos ha escogido, no dejemos que nuestras tibiezas y egoísmos apaguen la llama de su amor en nosotros; al contrario que seamos instrumentos de su paz, que allí donde haya odios sembremos amor, donde haya injuria perdón, donde haya duda fe, donde haya desesperación esperanza, donde haya oscuridad luz, donde haya tristeza alegría; de esa manera el mundo conocerá que somos discípulos de Cristo Resucitado.