El Espíritu Santo os lo enseñará todo”.

Hechos de los Apóstoles 15, 1-2. 22-29; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Apocalipsis 21, 10-14. 22-23; San Juan 14, 23-29

El cristianismo es una religión de la Palabra, de la palabra hecha carne en Cristo. Palabra para ser escuchada y que se encarna en cada cristiano, en cada persona. Es la forma de hacer presente en cada uno la vida de fe. Aquí el lenguaje es más que un instrumento de comunicación, es una forma de comunión humana animada por el Espíritu. Por eso, como les ocurrió a los discípulos, Judas – no el Iscariote – no comprendió hasta después de la resurrección, que Jesús no manifestase su mesianismo “al mundo” de una forma pública (Jn 14,22). No entendía aún que esa revelación es una experiencia de vida que, vivida por el espíritu, el discípulo concreta en el amor.

En los Hechos de los Apóstoles, vemos cómo actúa ese espíritu liberador con los discípulos procedentes del mundo gentil, no circuncidados,. La circuncisión era el rito más importante para señalar la pertenencia religiosa al Pueblo de Israel que, aunque establecida por Abraham, se atribuía a Moisés, por ser el autor de la Ley. Por ello, su incumplimiento constituía una transgresión de consecuencias legal y moralmente severas. En cambio, aquellas primeras comunidades cristianas tuvieron el valor y la fuerza del Espíritu para resolver el conflicto haciéndose la pregunta fundamental: “¿Por qué poner a prueba a Dios, tratando de imponer a los discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros antepasados hemos podido soportar? ”… cuando Dios “dio testimonio a favor de ellos otorgándoles el Espíritu Santo como a nosotros” (Hch 15, 8-10).

La pregunta sigue siendo válida hoy: ¿Qué es lo fundamental para seguir siendo fieles al mensaje de Jesús? En este mismo sentido, los capítulos 10 y 11 de los Hechos de los Apóstoles son todo un ejemplo de tolerancia religiosa por la acción del Espíritu. Una lectura de los mismos nos ayuda a sentir ese espíritu y a entender la tolerancia y la frescura de aquellas primeras comunidades. Quizá valga como un ejemplo actual algo que me viene a la memoria y que todos, seguramente, recordamos: el momento en el que un periodista preguntaba al Papa Francisco su opinión acerca de la condición de los homosexuales en la Iglesia, cuando regresaba en el avión de su primer viaje al Brasil. Creo que su respuesta tuvo también el valor y la inspiración del Espíritu. Espontánea e inesperada, nos dejó ver que, para el actual Papa, lo importante para vivir y animar la comunidad eclesial es esa forma de comunión humana que, animada por la libertad del Espíritu, nos permite ver en la humanidad de los otros la presencia de Dios, y esto es lo realmente central.

La unidad entre Jesús y el Padre

Quien me ha visto, ha visto al padre¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (Juan 14, 9-10)

La separación radical entre lo humano y lo divino parecía amenazada por estas confesiones, digamos, ‘blasfemas‘ para la mentalidad farisea. Este era el desafío de Jesús. Los primeros pensadores cristianos lo entendieron bien. Dios se hace hombre para que el hombre pueda hacerse Dios, hay un puente, y el puente puede ser atravesado. Este hombre parece decir que el abismo entre lo divino y lo humano no existe. Probablemente fue justo por esto por lo que él eliminó el miedo y predico el amor. “Yo y el padre somos uno “ (Jn 10,30), “Y la palabra que escucháis, no es mía sino del Padre que me ha enviado” (14,24) . Existe un “nosotros“ definitivo, un nosotros último: “Yo y el Padre…” Hay identidad y diferencia. La diferencia es Padre e Hijo. La identidad es Uno.

Si me amarais os alegraríais de que me fuera al Padre

La Paz era el saludo de llegada y despedida siempre pero el suyo es diferente. Su ausencia no impide su presencia, el Espíritu les ayudará a superar todo temor. Les deja con la muestra máxima del amor, la entrega total de su vida de servicio. Vuelve al Padre, el origen de todo, incluso de él mismo. Varias veces les había anunciado el final y ellos no daban crédito, pero ahora, a punto de dar cumplimiento a todo les tranquiliza con su retorno, una vuelta que sentirán en su totalidad cuando sean conscientes del triunfo de la vida en Jesús y en ellos mismos. Esto tiene que alegrarlos porque es la culminación de toda su obra, su estado definitivo con el Padre

Bendecido domingo de Pascua.