«Amad a vuestros enemigos».

1 Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23; Sal 102; Corintios 15, 45-49; Lucas 6, 27-38

Después de escuchar el domingo pasado el relato de las bienaventuranzas, sigue la liturgia de este domingo recordándonos que seguir a Jesus, llamarse (o mejor, ser)  cristianos no es solo cuestión de asistir los domingos a misa o ayunar en cuaresma.

Las bienaventuranzas describen los rasgos de la humanidad nueva que anhelamos y que ya podemos ver realizada en personas y comunidades que se esfuerzan por ser misericordiosas. Estos hombres y mujeres son los que contribuyen a la creación de un mundo justo, solidario y feliz. 

Las bienaventuranzas nos recordaban el pasado domingo cómo actúa Dios. Y ese obrar de Dios en Jesús pasa, por el Espíritu, a ser el fundamento de la Iglesia y el obrar del seguidor de Jesús. Por eso, van dirigidas a los discípulos, a nosotros: Tenemos que comprender porque el Espíritu nos lo revela, si nos dejamos transformar en ese mismo Espíritu.

En la primera lectura se narra un episodio muy importante de la vida de David, el gran rey de Israel y Judá, quien en su carrera hacia el reinado quiere respetar al ungido de Dios, hasta entonces, Saúl, y no quiere matarlo en una ocasión propicia cuando mía en el desierto. Es una lectura, con rasgos de leyenda, quiere hablarnos de lo importante que es la magnanimidad y generosidad en la vida; mensaje que de alguna manera nos prepara a escuchar el evangelio de día. Es decir, la lección debe ser para nosotros lo importante: hay que ser magnánimos y respetar la vida de todos los hombres.

La segunda lectura es la unidad penúltima de la disertación paulina sobre este misterio de la vida (1Cor 15): no hemos nacido para quedarnos en la tierra, sino para ser seres espirituales, donde la muerte no nos lleve a la nada. Es eso lo que se propone bajo la imagen de los dos Adanes: el de la tierra y el del cielo. Pablo ha querido recurrir al Gn 2,7 para sacar unas consecuencias entre el hombre natural, biológico, genético si cabe, y el hombre espiritual (el de la resurrección).

El hombre espiritual es el de la resurrección, que en 1Cor 15 es precisamente Cristo. Por tanto, se impone una consecuencia: de Gn 2,7 sale el hombre (Adam) para esta vida, con toda su dignidad, con toda su creaturalidad que no es simplemente la vida biológica de los seres vivientes. Pero no se ha acabado ahí el misterio de ser «imagen de Dios». No llegaremos a ser la imagen plena de Dios sino en la resurrección, como lo Cristo ya resucitado según este texto de 1Cor 15. Dios no habrá acabado su proyecto creador sino por la «recreación» del hombre que superando lo biológico, psíquico y espiritual de este mundo, llega a la plenitud de lo espiritual por la resurrección.

Cristo, pues, es la imagen, el modelo y al paradigma de lo que nos espera todos. Hemos sido creados, pues, para la vida eterna y no para la muerte. Cristo es el Adam vivificado por la resurrección y vivificante en cuanto en él seremos todos vivificados. Dios hará nosotros lo que ha hecho en El.

Por su parte, el evangelio es uno mini-catecismo radical, que fue muy valorado en el cristianismo primitivo, hasta el s. II. Se recoge en el Evangelio O (de ahí lo toma Mateo y Lucas), y algo también en el Evangelio de Tomás y en Didajé. Se ha dicho que la «regla de oro» es como el elemento práctico que encadena estos dichos, aunque no sea lo más original ya que tiene buenas raíces judías: no hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti. Lucas, no obstante, propondrá como fuerza determinante el «sed misericordiosos como Dios es misericordioso».

Desde luego aquí se refleja mucho de lo que Jesús pedía a quien le seguía. Su mensaje del reino de Dios implicaba renuncia al odio, a la violencia y a todo lo que Dios no acepta.

Se trata, junto con las bienaventuranzas, del centro del mensaje evangélico en su identidad más absolutamente cristiana, en exigencia más radical, en cuanto expresa lo que es la raíz del evangelio. Y la raíz es aquello que da vida a una planta; que recoge el «humus de la tierra». Y no es lo importante la dificultad de llevar todo esto a la praxis, sino saber identificarse con el proyecto de Jesús, que es el proyecto de Dios.

Pero ¿cómo es posible que Jesús pida a las gentes que amen a los enemigos? Porque el Reino se apoya en la revolución del amor; así es como el amor del Reino no es romanticismo; así es como el Reino es radical; así es como el evangelio no es una ideología del momento, sino mensaje que perdura hasta nuestros días. Jesús quería algo impresionante, y no precisamente irrealizable a pesar de la condición humana.

Es posible que durante mucho tiempo se haya pensado que la práctica del sermón de la montaña o del llano no es posible llevarla a cabo en este mundo y se considere que su utopía nos excusa de realizarlo. Pero utopía no quiere decir irrealizable, quiere decir que está fuera de la forma común en que nos comportamos los hombres.

El amor a los enemigos y la renuncia a la violencia para hacer justicia es lo que Dios hace día y noche con nosotros. Por eso Dios no tiene enemigos, porque ama sin medida, porque es misericordioso (hace salir el sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos añade Mateo en este caso para ilustrar su comportamiento).

La diferencia con Mateo es que Lucas no propone «ser perfectos» (que, en el fondo, tiene un matiz jurídico, propio de la mentalidad demasiado arraigada en preceptos y normas), sino ser misericordiosos: esa es la forma o el talante para amar incluso a los enemigos y renunciar a la venganza, a la violencia, a la impiedad. Ser cristiano, pues, seguidor de Jesús, exige de nosotros no precisamente una heroicidad, como muchas veces se ha planteado; exige de nosotros, como algo radical, ser misericordiosos.

En fin, vivimos en sociedades que tienden a la violencia física y psicológica, donde el respeto, el perdón, la compasión o el compartir no son valores de moda. Solo leer el periódico o ver las noticias cada día nos pone al tanto de cuantos asaltos, accidentes, hechos de corrupción, homicidios y feminicidios suceden cada jornada. Además, en nuestra vida más cotidiana, el “ojo por ojo y diente por diente”, “el que me la hace me la paga”, el “yo perdono, pero no olvido…” están a la orden del día.

Pero Jesús nos llama a amar y no a condenar, su clamor recorre la historia y llega hasta nosotros aquí y ahora: “Amad a vuestros enemigos”, nos dice, y, ante nuestra extrañeza, nos pide abrirnos de corazón al prójimo y a no ponerle límites legales o doctrinales a nuestra disposición de comprenderlo y aceptarlo tal como es y tal como nos necesita.

Quien va entendiendo así el perdón, comprende que el mensaje de Jesús, lejos de ser algo extraño y absurdo o imposible e irritante, es el camino más acertado para ir curando las relaciones humanas. siempre amenazadas por nuestras injusticias y conflictos. El perdón y misericordia son actitudes fundamentales del cristiano porque son de Dios. El perdón brota siempre de una experiencia religiosa. El cristiano perdona porque se siente perdonado por Dios. Toda otra motivación es secundaria. Perdona quien sabe que vive del perdón de Dios.

Así, el perdón cristiano no es un acto de justicia. No se le puede reclamar ni exigir a nadie como un deber social. Jurídicamente el perdón no existe.

¡Bendecido domingo!