¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?

Eclesiástico 27, 4-7; Sal 91; Corintios 15, 54-58; Lucas 6, 39-45

Las lecturas de esta Eucaristía tienen un cierto carácter sapiencial.

El libro del Eclesiástico nos ofrece una sabia lección: para conocer cómo es una persona, en lugar de fiarnos de su apariencia, primero tenemos que escucharla, para ver cómo razona.

Es decir, el libro de Ben Sirac nos ofrece una serie de sentencias de tipo sapiencial que quieren poner de manifiesto la importancia de lo que decimos, de la palabra, como fruto de lo que somos. La sabiduría no viene de las cosas que se hacen o se sienten a medias. La sabiduría viene de lo más profundo. Por eso la palabra de sabiduría vale su peso en oro.

Efectivamente, la palabra en el ser humano es tan importante porque en ello se expresan nuestros sentimientos y deseos; el amor y el odio; la verdad y la mentira; la exhortación y la calumnia. Con la palabra se mata la fama y la honra de otros y con la palabra se resucita a los que han sido calumniados. Sentencias llenas de sabiduría que no podemos menospreciar, y que son el fruto de la experiencia y la reflexión. La palabra dice lo que llevamos en el corazón.

En el salmo 91 alabamos a Dios porque hace prosperar a los justos, es decir, a las personas de buena voluntad. Es más, Dios es el Justo, la Roca en la que debemos asentar nuestra vida.

San Pablo, en su primera carta a los cristianos de Corinto, nos dice que tras nuestra resurrección, lo que en esta vida es imperfecto y corruptible, se transformará en perfecto y eterno. Y para alcanzar la resurrección, debemos obrar según la voluntad de Dios. Es decir, Pablo, apoyado en la resurrección de Jesús, tiene la seguridad que la muerte no es lo último; es lo último que vemos si no existe fe; pero si existe fe y esperanza, entonces es lo penúltimo.

El pasaje del Evangelio según san Lucas nos ofrece tres lecciones sapienciales de Jesús. La primera nos dice que el discípulo no es superior a su maestro. La segunda nos anima a corregirnos a nosotros antes de tratar de corregir a los demás. Y la tercera afirma que podemos conocer a las personas observando sus obras.

Todo ello partiendo de que en cierta ocasión, Jesús dijo que «no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni nada oculto que no haya de saberse» (Mt 10,26). De esto nos hablan –entre otras cosas– las lecturas que hemos escuchado. En tiempos de Jesús, como en la actualidad, la apariencia era muy importante. Pero la apariencia no es más que una careta que nos ponemos para ocultar lo que realmente somos.

Jesús sabía que eso era algo muy normal entre los personajes más prominentes de su época, tanto a nivel político como a nivel social y religioso. Y no quería que sus discípulos siguieran ese camino de falsedad. Quería que ellos fueran realmente buenas personas, sabias y caritativas, no que lo aparentaran. Deseaba eso no sólo porque lo oculto acaba conociéndose en algún momento, sino, sobre todo, porque quería que fueran auténticos santos que viviesen el Reino de Dios y lo difundiesen por el mundo.

En conclusión, el Evangelio se vive, no se finge. El aspecto exterior no nos abre las puertas del Reino de Dios. La apariencia sólo da una felicidad pequeña y momentánea. Así pues, preocupémonos en madurar interiormente, eliminando en nuestro corazón todo aquello que nos aleja de Dios. Sólo así seremos generosos y caritativos. En definitiva, sólo así seremos realmente felices.

¡Bendecido domingo!