Se puso a enseñarles con calma.

Jeremías 23, 1-6; Sal. 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6; Efesios 2, 13-18; Marcos 6, 30-34

La primera lectura del profeta Jeremías es uno de los pasajes que se refieren a la casa de Judá, a la que profeta juzga, pero a la que promete un tiempo ideal, en que al pueblo dispersado, maltrecho y sin esperanza se le promete unos pastores que reúnan de nuevo al pueblo. Sin embargo, lo que debemos considerar es que Dios mismo interviene en medio de su pueblo, valiéndose de nuevos y mejores pastores, y más concretamente de un pastor que restaure la unidad de Judá y de Israel.

Yahvé, el Dios justo, encarnaba de este modo las esperanzas de un pueblo olvidado por sus dirigentes. Como buen Pastor, velaría por los derechos e intereses de su rebaño; implantaría la justicia y el derecho del Dios Santo, bondadoso en su misericordia. No podían ser otros los designios de un Dios Salvador.

La segunda lectura, de Efesios, nos ofrece también una verdadera teología de la paz. Incluso se hace una de las afirmaciones teológicas más impresionantes del NT: El, es nuestra paz. ¿Qué ha hecho Jesucristo para ello? La «reconciliación». Es Cristo mismo el signo y la realidad de esa reconciliación de Dios y la humanidad. El autor de Efesios quiere poner de manifiesto que el don de la paz es un don de Dios y ese don es Cristo mismo, porque gracias a El todos los hombres, en todas las culturas y religiones pueden vivir en paz. Si no es así, no es por exigencia del Dios de Jesús, sino porque los hombres se niega a la misma paz.

En la gramática cristiana no cabe la disyuntiva entre “lejanos” y “cercanos”. La compasión por el pueblo de Dios desborda los lazos del afecto puramente humano. Unidos por el cordón umbilical del bautismo, conformamos todos un solo Cuerpo. Todos, los unos y los otros, tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu, el del Jesús glorificado y exaltado.

El evangelio, por otra parte, nos muestra el hambre que tenía la gente de escuchar un mensaje de salvación y de gracia, el que Jesús ofrecía por todas las aldeas y pueblos de Galilea, a lo que habían contribuido también sus discípulos, enviados para llegar a donde no podía llegar él. Al final, al desembarcar de nuevo en la orilla del lago, el texto nos muestra que Jesús ve a la gente con tal anhelo de escucharle, que la compasión del pastor puede más en su corazón.

Es importante notar que en medio de todo Jesús detecta la falta de orientación y la necesidad de salvación de los abandonados. De esa manera, por medio de nuevos pastores, se cumple con más o menos precisión el texto de Jr 23,1-6: por una parte los pastores, los apóstoles; por otra el pastor, el nuevo rey, del que parte el mensaje fundamental del reino. De esa manera se explica maravillosamente la continuación de la narración del evangelio con la primera multiplicación de los panes, que es un relato que se introduce con esta actitud de Jesús al compadecerse de la multitud.

Se explica, pues, el que Jesús propiciara a sus discípulos un lugar solitario con el fin de reconsiderar y retroalimentar su agitada agenda misional. Había un motivo más para ello: el rebaño necesitaba el sosiego. Y viene a nuestra memoria: ¡Tú solo, Señor, tienes palabras de vida eterna! Junto al pan que reconforta al hambriento, no puede faltar el alimento de la Palabra. La compasión de Jesús, solidario ante cualquier emergencia, llega hasta lo más hondo del ser humano: bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados (Mt 5,6); venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados... (Mt 11,28).

Que Jesús Buen Pastor permanezca siempre en medio de nuestra Iglesia, de nuestras necesitadas familias.

¡Bendiciones!