«Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros».

Hechos de los Apóstoles 14, 21b-27; Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab; Apocalipsis 21, 1-5a; San Juan 13, 31-33a. 34-3

El libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos acompaña en la Liturgia a lo largo de la cincuentena pascual, nos narra en la primera lectura las andanzas misioneras de Pablo y Bernabé que vuelven a Listra, a Iconio y a Antioquía. Allí animan y exhortan a los “discípulos” a perseverar en la fe que les habían anunciado y que ha arraigado en sus corazones para el seguimiento de Cristo. A pesar de las dificultades que puedan sobrevenir a causa de tal seguimiento, puede más la vida nueva que genera en los discípulos el encuentro con el Resucitado. Que Él haya vencido a la muerte les blinda contra toda adversidad y les anima a anunciar con valentía el Evangelio.

Pablo sostiene, cuida, anima y organiza a las comunidades que él había fundado. Es un pastor que interviene con su vida y no con discursos, desde el compromiso y no desde fuera de la problemática de las comunidades. Por donde lo veamos, él es un ejemplo de pastor.

La estrategia apostólica es, por tanto, anunciar el Evangelio y establecer comunidades cristianas dotadas de estructura y medios espirituales para su crecimiento en la vida cristiana y en la conciencia de misión.

El texto del libro del Apocalipsis que leemos este domingo intensifica la alegría pascual. La Resurrección de Cristo tiene un efecto global: “cielos y tierra nuevos”. Lo viejo, lo caduco, ha pasado. Ahora todo es nuevo: “Ahora hago el universo nuevo” dice el que está sentado en el trono. Esta novedad la expresa el vidente de Patmos a través de la imagen de la “nueva Jerusalén” descendida del Cielo, esplendorosa como una novia, morada nueva sin muerte, llanto, ni luto, ni dolor. Nada obsta pues a la alianza nupcial, festiva y gozosa, que Dios quiere con su pueblo, renovado por la Pascua de Cristo y simbolizado en esa ciudad magnifica.

Todo el relato nos anima, nos estimula a esperar una realidad muy diferente de la que vivimos. En esta el dolor no reinará más, y Dios mismo, con su ternura y paternidad, limpiará nuestros ojos inundados por el llanto. Es como si el mismo Dios nos dijera: “Ya está, ya pasó, ya estás conmigo, no tenés que tener más miedo”.

El Evangelio de este domingo nos hace volver al cenáculo donde Jesús, en el preludio de su “hora”, habla de su glorificación y confía a los discípulos el mandamiento de su amor, la verdadera señal que les autentifica como seguidores suyos. Su “hora” es la de la Pascua de su Amor. Su Amor “hasta el extremo” vence la muerte y renueva todo. Como cristianos, hemos renacido en la Pascua amorosa de Jesús y este mandamiento nos recuerda que nuestra “existencia cristiana”, en cuanto “existencia pascual”, es vivir realmente este Amor el cual manifiesta en verdad que somos nuevas criaturas.

Jesús había venido para amar y este amor se hace más intenso frente al poder de este mundo y al poder del mal. Por eso, podemos decir:

  • La Iglesia es comunión de comunidades.
  • En Dios, todo será nuevo.
  • Resurrección es amarse como hermanos.

Pidamos al Señor la gracia de asemejarnos cada día más a Él, amando a los demás como Él nos amó a nosotros hasta el punto de entregar su vida y derramar toda su sangre por nosotros. Si somos cristianos, procuremos vivir como Él vivió. En esto conocerán que somos discípulos suyos.

Bendecido domingo de resurrección.